CUENTO: La testimoniadora, por Paula Irupé Salmoiraghi

Alguien se dedica aún a mirar las estrellas, a dar testimonio del nacimiento de cada una de ellas, a narrar en oídos jóvenes lo que ha aprendido.



El cuerpo joven y cargado de tristezas sin nombres, sin explicación, sin motivos capaces de ser expuestos a la luz del día, fue llevado por su portadora hasta el terreno verde y húmedo que se extendía bajo el cielo oscurecido por la lejanía de una estrella cercana e iluminado por la cercanía de miles de estrellas lejanas. Primero se sentó en el suelo y apoyó una mano en el pasto hasta que el rocío mojó su pollera y la palma de su mano. Luego extendió el brazo hasta tomar la tierra con el codo, con el antebrazo completo, y finalmente se extendió completa de espaldas al planeta, de cara al espacio.

—Aquella estrella que ves allá apareció anoche —le dijo una voz familiar al oído.

—¿Anoche? ¿Estabas aquí anoche? —preguntó la chica que no necesitaba que esa voz se presentara para reconocerla y festejar su llegada.

—Siempre estoy aquí —afirmó la voz y un espacio de complicidad y secreto, un tiempo sin necesidad de ser narrado por mí, se abrió entre ellas.

—¿Siempre mirando las estrellas?

—A veces las estrellas, a veces las aves que atraviesan el cielo, a veces el viento que mueve las hojas más altas de los árboles. También los relámpagos y las nubes que traen las tormentas. Pero las estrellas nuevas son mis preferidas.

—¿Siempre hay estrellas nuevas?

—A veces. Desde que estoy acá he visto aparecer tres. Cuando vi aparecer la primera ya me sentí una privilegiada, una elegida, la testigo de un suceso maravilloso.

—¿Y con la segunda?

—La emoción fue la misma, como si fuese la primera pero más intensa aún, más consciente, como si haber visto a la anterior y ver ahora a ésta me diera más sensibilidad, más poder para captar los matices del proceso: el asomo tímido, el titilar inicial, como de prueba, la alegría del brillo que se hace más potente.

—¿Y ésta, la tercera, qué te trajo de nuevo?

—Con esta aparición he sabido que mi vida está completa, que es una buena vida. Muy buena porque me ha permitido confirmar por tercera vez que es bueno estar aquí y ser parte de los nacimientos de las estrellas.

—¿Y a cuál querés más de las tres?

—¿De las tres estrellas? A la primera la quiero porque es la primera, porque es para mí el comienzo de una etapa, mi etapa de observadora de estrellas nacientes. A la segunda porque es la segunda y me encontró dispuesta a festejar todo su brillo. A la tercera porque es la tercera, porque acaba de llegar y renovó en mí todo lo que sentí y conocí con las anteriores.

—Entonces las querés a las tres igual.

—No, a las tres distinto.

—Ah.

—¿Qué te quedaste pensando?

—Que algunos dicen que los muertos no ven nada y otros dicen que se van al cielo.

—No les hagas caso, las muertas como esta abuela tuya lo vemos todo. Y sobre todo vemos las estrellas.

—¿Puedo venir otro día, abue?

—Cuando quieras, yo no me iré a ningún lado.

—Hasta mañana, entonces —dijo la nieta mientras se sacudía las briznas de pasto que se le habían pegado a la ropa y dejaba un beso en la lápida pálida.

© 2007 Paula Irupe Salmoiraghi
© 2007 William Trabacilo (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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