CUENTO: New Age Eden, por Sonido & Furia

Al ser humano no le podría haber ocurrido desgracia mayor que conocer que, en efecto, el universo sí conspira para ayudarlo a alcanzar sus sueños. La conexión entre el colapso de la función de onda y la necesidad de un observador siempre fue tema favorito de conversación entre los gurúes New Age (que no entendían cosa alguna sobre mecánica cuántica ni sobre la definición física de «observador»); pero la humanidad descubrió, gracias a los experimentos del doctor Pablo Jodorowsky, que sólo porque un grupo de imbéciles crea en algo no significa de inmediato que sea falso.

Resulta que, si bien es cierto que el término «observador» no necesariamente quiere decir «observador humano», Jodorowsky descubrió que los deseos personales sí influían, de manera no despreciable, en la estadística de decaimiento de partículas alfa por el americio 241, elemento que típicamente se usaba en los laboratorios para generar números aleatorios perfectos.

Al principio, esto a la comunidad científica sólo le pareció una explicación ad hoc sobre el porqué nadie había podido replicar los descubrimientos del buen doctor. Pero, con el tiempo (y gracias en su mayor parte a un par de estudiantes de postgrado que decidieron usar el generador de números aleatorios de Jodorowsky en reemplazo de unos dados para hacer una partida improvisada de Calabozos y Dragones en el laboratorio), aquéllos que no tenían un deseo ferviente de que las teorías del profesor fueran falsas y por ende, no influenciaron con sus propias aspiraciones sus réplicas independientes, descubrieron la verdadera razón detrás del fenómeno conocido como publication bias; pues resulta que, después de todo, el ferviente deseo de ser publicados sí afecta los resultados.

Cuando la comunidad científica aceptó la veracidad del descubrimiento del profesor, los sacerdotes de la nueva era fueron expulsados, siendo su lugar tomado por los ingenieros deseístas. Se descubrió así que mientras más personas desearan algo, más probabilidades tenía ese «deseo» de afectar la ecuación de onda universal, lo cual evidentemente terminó de cambiar radicalmente los sistemas de gobierno del mundo entero.

Dado que, en efecto, la mayor parte de las fluctuaciones en la bolsa de valores tienen su origen en eventos impredecibles sujetos a la sensibilidad de las condiciones iniciales, cualquier cosa, por mínima que fuese, podía causar una catástrofe en el mercado bursátil: una mariposa agitando sus alas en Missouri podría desencadenar una tormenta en África, la cual acabaría con las cosechas de los granjeros de Zimbabue, lo cual a su vez colapsaría temporalmente el mercado del arroz, lo cual causaría una hambruna generalizada y un bajón de quince puntos al índice Dow Jones.

Así que bastaba que el espín de un electrón mal habido colapsara hacia arriba en vez de hacia abajo para causar una inestabilidad en el mercado europeo de pantalones que los países nórdicos no se podían permitir.

Sencillamente, los gobiernos del mundo «could not afford negativity», como dijo el presidente norteamericano Deepak Chopra Jr. Se prohibió toda expresión de «negatividad», los cínicos crónicos fueron puestos en campos de concentración, la «policía de las sonrisas» tenía permiso para usar fuerza letal. La humanidad alcanzó temporalmente una nueva era dorada: la bolsa de valores ascendió a la estratosfera, los desastres naturales se redujeron en casi un cien por ciento, no sucedieron más homicidios, ni más asaltos, ni más violaciones: si las personas creían fervientemente que nada malo les podría ocurrir, nada malo les ocurriría. La figura del ángel guardián fue remplazada por la del Schrödinger protector. Se creó un nuevo mundo rico, próspero y sobre todo feliz, como lo recordaban diariamente los obligatorios estatus en las redes sociales cuya ausencia en nuestros muros era penada por la ley.

Y todo fue bien, hasta el día que llegó el meteorito. La humanidad entera centró sus esfuerzos en que el mismo se desviara, que se estrellara contra Júpiter o al menos contra la Luna, pero todo fue en vano. No podían entender por qué por más que lo deseasen no podían defender su planeta de la inminente destrucción. Cuando trataron de usar un método más tradicional, se dieron cuenta de que los países se habían desecho de todas las armas nucleares y los misiles, porque eso traía «malas energías». Intentaron algunos construir naves espaciales para escapar, pero se dieron cuenta de que la tecnología no existía más, pues ¿para qué alguien querría construir transportes para abandonar el lugar más feliz del universo?

La gente empezó a desesperar, pero la desesperación estaba prohibida: aún antes de que hubiera llegado el asteroide, la mayor parte de la población había sido exterminada por aquellos que creían que todo estaba sucediendo sólo porque algunos no estaban deseando la salvación con fuerza suficiente.

Sólo yo logré entender lo que había sucedido: este mundo de sacarina nos había asqueado, y lentamente y en secreto todos empezamos simultáneamente a desear que las cosas cambiasen.

Pero este deseo no podía manifestarse libremente: primero, porque el mero hecho de decirlo abiertamente alteraría la ecuación universal desencadenando quién sabe qué tragedia y, segundo, porque la policía de las sonrisas se encargaría de extirparte de inmediato si así lo hacías.

Es muy difícil aceptar que quizás los seres humanos no podemos ser felices. Que una vida de placeres, a la larga, se tornara en infierno. Que la felicidad forzada fuera más terrible que la miseria. Por esto un deseo colectivo se formó: el único escape posible a esta trampa era la muerte. Nadie quería volver a sufrir, pero tampoco seguir viviendo en este mundo de sonrisas forzadas y falsa amabilidad, y el universo conspiró para que se cumpliera nuestro sueño: la destrucción final por el fuego y el azufre.

Y así, voluntariamente, extendemos la mano y consumimos el fruto del bien y del mal, deseando que finalmente nos otorgue el regalo de la muerte, y con ella, la expulsión del Edén.

© 2017 Sonido & Furia

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Conversación en la Forja

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